Con un largo y reconocido camino transitado en la temática, Pengue, investigador docente de la UNGS y recientemente designado miembro de número de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente, conversó con Argentina Investiga sobre las políticas públicas en la materia, el problema de la tierra y la necesidad de un reordenamiento territorial participativo del país.
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Distintas ciudades del mundo y muchos pueblos y ciudades de la Argentina enfrentan hoy el problema de los altos niveles de contaminación, vinculados a la expansión de la agricultura industrial y el uso de agroquímicos que afectan el ambiente y la salud de las personas. Hasta el momento, las respuestas en la Argentina vinieron por el lado de la prohibición de fumigar a cierta distancia de las viviendas. El ingeniero agrónomo Walter Pengue, investigador docente del área de Ecología del Instituto del Conurbano de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), propone -desde hace décadas- la producción agroecológica como modelo alternativo.
–¿Cómo reducir los impactos de la agricultura industrial? ¿Es una solución prohibir fumigar a cierta distancia de las viviendas?
–Hasta ahora no está determinada científicamente una distancia específica, porque cada lugar es distinto y depende de factores climáticos, tipo de producto y manejo. En la provincia de Buenos Aires, los legisladores tratan un proyecto para que el límite para fumigar pase de varios cientos de metros de las viviendas a sólo diez. Una barbaridad, que sólo beneficia a los lobbies empresariales de la agroindustria. Si lo permiten, que se hagan cargo de las muertes. El aumento de las enfermedades es creciente, la carga de químicos también. No digo que se prohíba la producción: debe buscarse una alternativa viable y beneficiosa para todos, en especial en la interfase urbano-rural. Los agricultores que viven en los bordes de ciudades están en pésimas condiciones porque les prohíben fumigar, lo que implica que prácticamente les prohíben producir. La decisión política fue prohibir, pero la presión de los lobbies es enorme. Queremos que se implemente otro tipo de producción. Ni invernáculos, que implican usar muchos agroquímicos, ni buenas prácticas agrícolas, que no resuelven el problema. Proponemos, para los pueblos y ciudades de la Argentina, un Escudo Verde Agroecológico. Así habrá productores, consumidores, ciudadanos y ambientes sanos. Todos ganan. Nadie pierde.
–¿La biotecnología puede ser la solución?
–Muchos sueñan con que la bio y la nanotecnología usadas para desarrollar agroquímicos y bioproductos vinculados con la agricultura industrial sean el camino. No lo es, si pensamos en la alimentación humana. Quizás sí, para producir biomasa (productos), con cualquier destino comercial luego. También soy genetista vegetal, pero por defender mi laboratorio no voy a decir cosas que me parece que no funcionarán para resolver problemas humanos complejos. Crean una solución y al año siguiente tienen un problema mayor. Crean una resistencia en una planta, y enseguida aparece la resistencia a esa resistencia en la naturaleza, y es mucho peor. Es la historia del insecticida y la cucaracha; siempre te queda una cucaracha que no podés matar, pero cada vez “más poderosa”. La naturaleza busca su camino. En la población humana tenemos una resistencia a los antibióticos que cuando se venga una mala (y ya tenemos superbacterias), no van a tener cómo pararla. La OMS advierte claramente sobre ello a los médicos. Lo mismo debería entenderse con los agroquímicos y las plagas. El sistema está resistiendo. Los productores tienen que aplicar más herbicidas, más y más caros, lo que implica más agroquímicos sobre la gente. Tenemos casi treinta y dos malezas resistentes en el país. Eso implica costos altísimos para los productores y una gran necesidad de coadyuvantes y otros compuestos. Es un círculo vicioso. El problema es que no se trabaja integralmente. El biotecnólogo no labura con el agrónomo. Desarrolla una cosa, se crea un laboratorio y recibe un atractivo reembolso económico. Después dice “Bueno: esto ahora hay que implementarlo”. Pero el ambiente le responde rápidamente con una nueva resistencia. Ese es el talón de Aquiles de la agricultura moderna. La brutal aparición de resistencia en malezas y el enorme costo en salud humana creciente. Les duele muchísimo que hoy lo estemos mostrando. Pero lo dijimos hace 20 años, en Cultivos Transgénicos. ¿Hacia dónde vamos?, que publicó la UNESCO, y lo decimos hoy con la nueva obra Cultivos Transgénicos. ¿Hacia dónde fuimos?, que se lanzó este año.
–Los escudos verdes serían ese proceso de producción…
– Así es. Se trata de proteger a las poblaciones ubicadas entre la agricultura industrial y la ciudad. Ahí, la única alternativa viable es la agroecología. La propuesta de escudos verdes, además, se plantea como una alternativa de consumo de productos más sanos. Si hoy queremos un tomate más sano, no lo conseguimos o lo pagamos más caro porque es orgánico. Quebrar esa lógica es lograr que esos productos lleguen más baratos del productor al consumidor. No promovemos una agricultura certificada de élite sino una agricultura de productos más sanos, sin agroquímicos y para todos. Aquí se conjugan la agroecología, la economía social y solidaria y la economía ecológica.
–Esto implica un reordenamiento territorial.
–En el tiempo, los escudos pueden limitar también la expansión urbana porque hay que reordenar todo el territorio. Hoy tenemos un proceso de expansión urbana que nadie controla. Si ese proceso no se ordena se va corriendo la línea. Jorge Morello hablaba de la interface urbano-rural hace décadas, y el GEPAMA de la UBA, y nosotros mismos, escribimos y trabajamos mucho con la gente en ello. La idea es ordenarla.
Además de dar clases, Pengue viaja por el país y el mundo fomentando la agroecología y la economía ecológica, brinda conferencias y participa de reuniones internacionales sobre el medio ambiente. A fines del año 2016 recorrió la cuenca amazónica para promover la formación agroecológica.
–¿Qué papel cumplen en esta tarea las universidades?
–Las universidades son el ámbito más adecuado para impulsar este tipo de cuestiones con independencia y desde ahí lograr que las instituciones técnicas del país, el INTA, el INTI, los organismos provinciales, tomen cartas en el asunto desde un punto de vista adecuado. Hasta ahora no lo hacen de forma completa. El camino es la agroecología, y para eso están los ingenieros agrónomos, o los estudiantes de Ecología, de Agronomía y de las carreras vinculadas, para formar a los agricultores o guiarlos en otros caminos de producción, pero bajo una mirada pluridisciplinar y no sesgada por la productividad unitaria de un cultivo. La agroecología implica en forma directa el manejo de la agrobiodiversidad y de la producción diversificada de alimentos, distintos, necesarios, nutritivos en el tiempo.
–¿Creció la oferta formativa en el área?
–En la UNGS tenemos hace muy poco la materia Agroecología, incorporada a la Licenciatura en Ecología. Los que siguen la orientación de Gestión de Recursos Naturales la cursan como materia obligatoria. En otras universidades, Agroecología forma parte de la carrera para ingenieros agrónomos, como sucede en La Plata. La UBA está en deuda con eso, pero se abren algunas líneas. Se abrió una fisura en el sistema: hoy los mismos estudiantes y los propios docentes que investigan demandan más formación en agroecología e investigación. No tenemos la cantidad de gente necesaria, y la demanda es altísima. Y hoy lo que pasa es que, por suerte, también hay mucho por mostrar. La agroecología ya no es “la huertita”: es hacer agricultura –incluso extensiva– de un modo totalmente distinto. Es hacer verdadera agricultura.
Pengue da dos ejemplos. Uno, el Programa de Agricultura Urbana (PAU) de Rosario, iniciativa reconocida internacionalmente que permite producir alimentos con técnicas ecológicas, tanto para el consumo familiar y comunitario como para el mercado. Con apoyo del Municipio, se ponen en pie huertas urbanas en áreas de borde, incluso basurales. “Todo lo que producen se consume, y además le agregan valor, porque generan otros productos”, se entusiasma el especialista. “La agroecología funciona, el tema es que haya políticas. Ni siquiera que apoyen: simplemente que los dejen hacer. No la van a encontrar produciendo industrialmente, porque las personas no quieren ser más fumigadas”. El otro ejemplo es la Semana de la Agroecología Extensiva, que se realizó a fines de 2016, donde se mostraron prácticas de producción agroecológica a nivel extensivo: “Estamos hablando de superficies importantes. Ya no de ‘la huerta’, sino de soja, maíz, trigo. ¿Esto es significativo frente a los millones de hectáreas que tiene el país? Y… no: todavía no. Lo que sí sabemos es que el camino de la agroecología es un camino de avance, está creciendo”, afirma Pengue.
Un gran ejemplo, por su impacto y capacidad pionera, fue el Programa Prohuerta que, liderado por el ingeniero agrónomo Daniel Díaz, promovió procesos de producción agroecológica de forma masiva en la Argentina. Díaz y un gran equipo de agrónomos, promotores y huerteros fueron la semilla que hoy muestra que en la Argentina, frente a situaciones dramáticas, se puede. En la crisis del 2001 fue el Prohuerta el que le dio de comer a millones de argentinos, como bien destacó el reconocido agroecólogo Miguel Altieri. Hoy, ese ejemplo es ícono mundial para los sistemas de autoproducción de alimentos.
–¿Hoy hay políticas que apunten a la agroecología?
–La verdad es que desde los organismos internacionales se habla de agroecología porque está de moda. Lo hace hasta la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Pero desde el punto de vista de la política argentina, lo único que ven y parece que necesitan es más soja. La quita de las retenciones a la producción de los cultivos extensivos es eso: ampliar o afianzar la frontera agropecuaria. Hoy, el modelo de agricultura industrial se expandió en el país por dos vías: la agriculturización en la región pampeana, es decir, la identificación del modelo agrícola con una alta carga de agroquímicos, fertilizantes, maquinaria, energía; y la pampeanización, que es la exportación del modelo pampeano hacia otras ecorregiones que no son pampas, como el Chaco seco. Me enojé cuando el Gobierno nuevo sacó las retenciones. En un artículo titulado “La economía podrida”, decíamos que las retenciones son instrumentos de política ambiental o socioambiental: un instrumento regulador. La Argentina lo tuvo y lo usó mal. Se pudo haber usado para ordenar el territorio, reinyectar recursos, promover programas de base agroecológica que fomentaran la agricultura familiar, y no se hizo. Pero al menos existía. Ahora que lo quitaron hay un riesgo doble. Acaba de salir el dato: Argentina se encuentra en emergencia forestal. En 2014 el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) resaltaba que nosotros aportábamos el 4,3% de la deforestación global y que en la última década esa fue “la principal fuente de emisiones de carbono del norte argentino”. La FAO nos ranqueó entre los diez países que más desmontaron durante los últimos 25 años: se perdieron 7,6 millones de hectáreas, a razón de 300.000 hectáreas al año. Desde que sancionaron hace tres años la Ley de Bosques, se deforestaron más de 2.100.000 hectáreas, de las cuales casi 630.000 hectáreas eran bosques protegidos. No estamos haciendo bien las cosas.
–Decías que la producción agroecológica crece. ¿A qué nivel?
–A nivel macro creció mucho la agricultura industrial, pero se abre la fisura para expandir otros modelos, entre ellos la agricultura familiar, porque si no nos quedamos sin gente en el campo. La agricultura industrial muestra claramente sus limitaciones. No sólo en la Argentina, que es un país urbano, sino en países que tienen enorme población rural. En África están muy preocupados por eso. La gente migra hacia las ciudades y no saben qué hacer. Países europeos como Alemania reintroducen prácticas de producción agroecológica. En Estados Unidos la agroecología crece y la producción orgánica también. La agricultura mundial hoy se puede dividir en tres partes: la industrial, que da de comer a unos 2 mil millones de tipos; la de la revolución verde, un poco más de 2 mil millones, también; y la familiar, agroecológica, orgánica, campesina, lo que llamamos “los desconocidos de siempre”, que dan alimentos a más de 2.500 a 3.000 millones de personas. En América Latina, el 40 y pico por ciento de los alimentos vienen de ahí.
–¿Cómo hacer para acercar a las personas al campo?
–Primero, los jóvenes se van porque no les ofrecemos nada. Segundo, para producir soja no se necesita más gente, sino menos. Si comparamos dos producciones sencillas: la sojera y la lechería, necesitamos diez personas para la leche y una para la soja. Si decidimos hacer soja, que es lo que decidió el país, no necesitamos gente en el campo. Y aquí tenemos el resultado. La primera forma de postular una vuelta al campo es diversificar la producción y fomentar parte de este proceso vinculado con la seguridad alimentaria de la región, que es lo que se está perdiendo. No olvidemos que Argentina es signataria del compromiso mundial de las Metas del Desarrollo Sostenible 2015-2030, cuyos puntos 1 y 2 son el Fin de la Pobreza y el Fin del Hambre. Así no va. Para eso necesitamos políticas activas. Y otra cosa: la gente se va a la ciudad porque está buscando más servicios culturales y laborales que los que tiene en el campo. No le podemos pedir a un hombre que se quede en el campo sin agua, sin energía eléctrica, sin nada. No vaciamos al campo, sino a la Argentina, y esto es grave también desde el punto de vista de la geopolítica.
–En La apropiación y el saqueo de la naturaleza, un libro que compilaste, se denunciaba la venta de millones de hectáreas al extranjero. ¿Eso fue escuchado?
–Con la ley de tierras, en 2011, regalaron 14 millones de hectáreas. Habría estado de acuerdo si hubieran revisado lo anterior, porque habían sido ventas a valores irrisorios. Meterte con la tierra en Argentina, hablar de reforma agraria: ni la izquierda ni la derecha lo discuten. Necesitamos una reforma agraria integral que comprenda un ordenamiento territorial participativo, que permita el acceso a la tierra de los pequeños y medianos productores. Hoy en el mundo se necesita cada vez más tierra y estamos sobre la tierra más rica del planeta, la planicie chaco-pampeana.
–¿Cómo debería ordenarse la producción?
–Las producciones regionales entran en crisis recurrentes. Si los políticos priorizaran la seguridad y soberanía alimentaria cambiarían el planteo de producción. Detrás de eso está la reforma agraria, la discusión vinculada con el acceso a la tierra de los pequeños y medianos agricultores. El gobierno anterior tuvo la oportunidad y no lo hizo. Argentina está mal ordenada en su territorio y prácticamente fuera del mundo en cuanto a una mirada integral de sustentabilidad. Es el octavo país del mundo en extensión y ocupa el puesto 140 en densidad poblacional. Y de la poca gente que tiene, el 92% vive en ciudades. Es un país riquísimo en recursos naturales, especialmente tierra y agua, pero es un territorio vacío, rico y con muy poca gente, que además no tiene idea de lo que está en juego… Los piolas –de acá y de afuera– que manejan la minería, el petróleo, la energía, la tierra, acceden a todo eso sin problemas. Hay que planificar: políticos, investigadores, intelectuales y actores sociales juntos deberían pensar un país a largo plazo. Y que a partir de esa mirada se decida qué hacer y qué no hacer. Qué hacer en la región pampeana, una región agrícola ganadera. ¿Le podemos poner valor agregado a eso? Por supuesto que sí, pero es agrícola ganadera. Ese es el espíritu de la región. El Chaco es agro silvo (árboles) pastoril (ganadería). El ganado en áreas así puede estar pastoreando bajo sombra. Y así mirar cada una de las ecorregiones. Hay que rediseñar el país.
Impactos
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Laura Ramos es ecóloga, trabaja con Pengue y dialogó con Argentina Investiga sobre los impactos de la agricultura industrial en el ambiente y en la salud de la población. Advierte sobre el avance de la frontera agraria en el país y subraya que la expansión de la producción de soja hizo crecer en millones de litros/año el uso de glifosato. El monocultivo sojero, dice, destruye el suelo y expone a las personas al daño producido por las fumigaciones. Ramos destaca la insuficiencia de la legislación que establece bandas de restricción para las fumigaciones, y asegura que hoy son “pocos e insuficientes” los controles a los productores: “Verifiqué que el único lugar del país donde se hacen controles de residuos de plaguicidas en alimentos es el Mercado Central, y esto sólo en algunos camiones”. Ramos observa que, dado los altos costos en insumos que el modelo de agricultura industrial implica, muchos campesinos y chacareros se ven expulsados de la actividad.