Fabiana Martínez durante una disertación en la Universidad.
En los últimos meses de 2013 la murga uruguaya “Agarrate Catalina” estrena un videoclip, “La violencia”. Allí, la elocuencia de la letra se entremezcla con la crudeza de las imágenes, como una escenografía que grafica situaciones en una abierta crítica al sistema. “Yo soy el error de la sociedad, soy el plan perfecto que ha salido mal”, dice como adelanto, tal vez, de una sucesión de hechos que tuvo lugar en Argentina en el primer semestre de 2014.
> Leer también: Arte y vida cotidiana, un espacio para prácticas estéticas.
El asesinato de David Moreyra, ocurrido en Rosario en el mes de marzo de 2014, fue el punto de partida de una serie de acontecimientos desconcertantes que interpeló a toda la sociedad. Linchamiento, autodefensa, ajusticiamiento, justicia por mano propia, se convirtieron en las principales nominaciones que recibieron en los relatos mediáticos.
Fabiana Martínez, investigadora y docente de la Universidad Nacional de Villa María (UNVM), analiza estos hechos en un contexto de proliferación de un discurso que frente a la delincuencia propone en forma permanente una salida de endurecimiento de las penas o la tolerancia cero. Este discurso empezó a circular en la década del noventa, se hizo visible a partir del caso Blumberg. En él se sostiene una construcción del pobre como ‘otro amenazante’ y “aparece una serie de tópicos políticos y sociales, que propone un Estado gendarme que sólo puede recurrir al endurecimiento de la pena en una retórica que provoca miedo social”, indica la especialista a Argentina Investiga.
Según Martínez, en análisis del discurso y socio-semiótica, la muerte de Moreyra “fue un homicidio de características particulares” aunque en pocas ocasiones fue nombrado de esta manera: “Fue muerto por varios, mientras otros filmaban (un marco ideológico de la escena, estos observadores que registran en vez de impedir el hecho), y no hay un término que pueda dar cuenta de esta particularidad, para categorizar a esta muerte en algún conjunto de hechos”.
Martínez propone pensar en la densa trama de discursos que establecieron un marco simbólico común entre esas personas que estaban en la calle, o que se acercaron y comenzaron a patearlo hasta su muerte, “un marco construido discursivamente, vinculado al asunto de la pobreza y de ciertos delitos que involucran sobre todo a los ‘jóvenes pobres’, y en los que éstos, en tanto que ‘otro’, adquieren una dimensión amenazante al punto tal que exterminarlo físicamente resulta una salida posible e, incluso para algunos, ‘legítima’”.
Martínez incorpora el concepto de “vida precaria” que utiliza Judith Butler y reconoce un poder que es específicamente discursivo, que puede constituir una instancia de violencia: “Todos somos vulnerables frente a otros seres humanos, todos vivimos con esta condición física, pero esta condición de vulnerabilidad se exacerba en ciertos contextos políticos y sociales”.
Ante la multiplicidad de relatos que construyen a las personas en situación de pobreza como sujetos amenazantes, se multiplican otros discursos como el de la “tolerancia cero” y la “mano dura”, relacionados con la inseguridad. “Estos relatos empiezan con la figura del delito sin nombrar la desigualdad y la exclusión, sin poner en escena en qué condiciones se dio esa vida, todas las formas de nombrar a estas personas son ya operaciones discursivas del poder, de una alta violencia simbólica y así va consolidándose con el tiempo un ‘nosotros’ que sólo establece protecciones para ciertas vidas, mientras que otras quedan expuestas a la violencia y a la precariedad”, explica.
> Leer también: La construcción mediática de la imagen de los jóvenes.
Estos discursos detentan la violencia simbólica, dado que se constituyen en el marco en el cual se define qué vidas vale la pena cuidar y cuáles son vidas precarias. Siguiendo a Butler, Martínez reflexiona: “Tenemos que analizar la forma en que estos relatos deshumanizan ciertas vidas antes de la violencia física porque, justamente, la hacen posible. Después, debemos observar el modo en que se hace el duelo, puesto que el duelo es un profundo acto político que establece y produce la norma que regula qué vidas valen la pena; la inconsistencia, la debilidad de este duelo, es una señal más de la distribución diferencial de la vulnerabilidad física y sirve para desrealizar los efectos de la violencia social y política”.