Hoy es uno de los shoppings de la ciudad de Rosario pero a principios del siglo XX allí estaba el Taller de Trenes del Central Argentino donde se reparaba el transporte más económico, ecológico y clave para el desarrollo de nuestro sistema agroexportador. La empresa británica fue una de las más importantes de Rosario y la región y llegó a tener 30.000 trabajadores, muchos de ellos inmigrantes de diversos países.
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“Ferroviarios del Central Argentino. La conformación de un colectivo de trabajadores (1902-1933)” es el nombre del libro escrito por la historiadora de la UNR Laura Badaloni, quien investigó las relaciones entre el personal y los directores, la organización del trabajo, las luchas sindicales, el rol del Estado y la construcción de una identidad en base a un oficio “para toda la vida”.
Era fines del siglo XIX pero la empresa ya tenía un sistema sofisticado de gestión de la mano de obra que cubría necesidades como la salud, a través de la Sociedad de Socorros Mutuos que brindaba atención médica, medicación e internación y, a su vez, operaba para el control del ausentismo. Asimismo, contaba con un servicio previsional para determinadas categorías antes de que se implementara, luego de varios proyectos, la ley de Jubilaciones ferroviarias, en 1919.
Por otro lado, la firma había establecido una escuela para los hijos de los empleados (hoy Museo de Rosario Central), bibliotecas, sociedades de consumo para obtener alimentos más económicos, el Club Central Argentino (hoy Mitre) y un hotel en Córdoba para las vacaciones del personal jerárquico. Una de las huellas que dejó esa etapa son las casas que se construyeron para los jefes en el barrio Inglés de Rosario y las viviendas levantadas cerca de los Talleres de Pérez. Además, publicaba una revista mensual destinada al personal que exhibía, por un lado, las biografías e imágenes de los integrantes de la llamada “superioridad” de la empresa y, por otro, la vida sencilla de los trabajadores cuya intención era mostrar la convivencia armónica entre clases sociales.
Los obreros de los talleres eran inmigrantes de nacionalidades muy diversas: de España, Italia, China, Japón, Europa del Este y América Latina, que venían a buscar tierras y terminaban en las ciudades trabajando en diversas actividades, entre ellas, el Ferrocarril. “Algunos eran campesinos y tuvieron que aprender la disciplina industrial y otros traían oficios, tradiciones sindicales, políticas como el anarquismo o el socialismo”, señala Badaloni a Argentina Investiga.
Los trabajadores podían ingresar como “boys” (en inglés, muchachos) o como aprendices de fundidor, tornero o ajustador e ir ascendiendo en categorías, hacer una carrera laboral y jubilarse trabajando en la empresa, en lo que constituye una característica de la labor ferroviaria: “La promesa del trabajo para toda la vida”. También había un interés empresario en retener al personal calificado que había formado, especialmente a los maquinistas.
“Manejar una locomotora era como ahora manejar un avión porque se trataba de una nueva tecnología”, afirma la historiadora y por esta razón los maquinistas eran muy difíciles de reemplazar en las huelgas.
En 1913, Carlos Gallini funda en Rosario una de las primeras escuelas para transmitir el oficio. Este experto del Central Argentino fue un pionero en la conducción del tren expreso que iba de Rosario a Buenos Aires en algo más de cuatro horas e hizo varias publicaciones técnicas acerca de su trabajo. Murió como un héroe en un accidente en 1921. El tren descarrila, él se aferra al freno, se lo incrusta y muere en su puesto de trabajo, por lo que se convierte en un símbolo de lealtad y entrega por el oficio.
Organización del trabajo
La historiadora pudo acceder al Archivo General Ferroviario donde están las fichas de todo el personal y a las fojas de servicio de los Talleres de Pérez. Con ese material realizó una muestra de unos 3.000 trabajadores desde maquinistas, empleados administrativos, personal jerárquico e ingenieros, hasta operarios de los talleres, que ingresaron a la firma entre los años 1884 y 1930.
En cuanto al personal de talleres, allí se encontró con datos del origen étnico de los trabajadores, edad de incorporación, la historia laboral, de oficios, salarial, pero además “una serie de anotaciones de puño y letra en inglés, escritas por los capataces y algunos ingenieros, con comentarios sobre las habilidades y la conducta de los trabajadores, si se resistían o no a las órdenes, si habían participado de conflictos, si tenían actividades sindicales, si participaban de comisiones de reclamos y todo lo que consideraban pérdidas de tiempo como comer en el horario de trabajo, hacer mate, café, ir al baño, cambiarse antes de que suene el silbato”.
En ese momento estaba en boga a nivel internacional cómo organizar el trabajo en toda la industria según parámetros científicos “para lograr producir más en menos tiempo”. En el caso de los Talleres que se dedicaban a reparar y mantener las locomotoras, el objetivo era que estuvieran lo más rápido posible de nuevo en funcionamiento.
En las fojas de los empleados se vislumbra la resistencia al aumento de los ritmos laborales y a la introducción de maquinaria moderna que podía reemplazar a los trabajadores de oficio por otros menos calificados. Durante la protesta de 1917, hubo denuncias por la cantidad de niños (algunos de tan solo nueve y diez años) que se desempeñaban en la fundición o la pinturería y también menores de dieciséis años, que era la edad con la que ingresaban al sistema de aprendizaje de la compañía.
Durante la Primera Guerra Mundial hubo despidos masivos y el conflicto más importante surgió en 1917 con la primera huelga general ferroviaria. En este período, se ve la lucha por las ocho horas ya que las jornadas laborales eran de 10 a 12 horas, y en el caso de los guardabarreras de 18 a 20 horas porque tenían la casa ahí y muchas veces el puesto quedaba a cargo de su mujer e hijos. Recién en los años ‘20 la empresa reconoció a los sindicatos, primero a La Fraternidad y luego a la Unión Ferroviaria, un cambio que disminuyó la conflictividad dado que las discusiones empezaron a darse con el sindicato y la presencia del Estado.
Mujeres ferroviarias
Otro hallazgo de la investigación es haber podido corroborar que había mujeres ferroviarias. Muchas de ellas eran guardabarreras y guardavías pero también había administrativas, dactilógrafas, boleteras, telegrafistas. “Las guardabarreras y guardavías ocupaban el lugar del padre o el marido y después trabajaban como los hombres pero ganaban mucho menos”, dice la doctora Badaloni.
En la huelga de 1917 la presencia de las mujeres fue muy importante y tanto los diarios como las autoridades se mostraban sorprendidos por la participación de ellas en las acciones más violentas como la quema de vagones, o anteponerse sobre las vías con sus hijos para que los trenes no crucen. En un relevamiento de la revista “Caras y Caretas” se las puede ver muñidas de palos y organizadas. A raíz de estos conflictos, hubo varias detenciones de mujeres en Rosario.
“Podría pensarse que eran esposas, hijas y hermanas pero, seguramente, muchas de esas eran trabajadoras que en general estaban contratadas informalmente”, expresa la investigadora, quien encontró más de cien fichas pertenecientes a mujeres que aparecen con los apellidos de sus maridos y en ocasiones se omite su propio nombre: “Señora de Álvarez”.
Los años ‘90 marcaron la destrucción de los Ferrocarriles como sistema pero también de vidas “porque toda esa gente que dejó de trabajar allí perdió su identidad”, afirma la historiadora, sumado al aislamiento de ciudades y pueblos que quedaron sin transporte. Asimismo, gran parte de los archivos no recibieron el cuidado adecuado y, en ocasiones, desapareció documentación muy valiosa. Hubo que “armar un rompecabezas” para recuperar la experiencia de los ferroviarios. En este sentido, Badaloni valora la tarea de instituciones del Estado como el Archivo General Ferroviario o el Museo Nacional Ferroviario, así como las bibliotecas sindicales y la escuela de maquinistas “Carlos Galllini” de Rosario. Muy especialmente, la historiadora destaca la labor de preservación de la Asociación Rosarina Amigos del Riel que trabajan para mantener viva esa parte de nuestra historia.
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Laura Badaloni es doctora en Historia, Profesional de Apoyo a la Investigación en el ISHIR (Conicet-UNR) y docente en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR.