Nota

Universidad Nacional de General Sarmiento - Instituto del Desarrollo Humano

13 de Noviembre de 2017 | 19 ′ 58 ′′

Aprendizaje escolar y neurociencias

La idea de que el saber científico sobre las bases biológicas del aprendizaje podría resolver los diversos y complejos problemas de la educación en el país cobra fuerza en diversas zonas del debate público argentino. Sobre este tema habla la experta en aprendizajes escolares, Flavia Terigi, investigadora docente del área de Educación del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).
Aprendizaje escolar y neurociencias

“Hay una distancia muy grande entre lo que las neurociencias pueden decir acerca de las bases neurales del aprendizaje y la práctica en el aula”

– ¿Qué es la neurociencia? ¿Y qué son las neurociencias educacionales?

–Son un conjunto de disciplinas que estudian las bases biológicas de los procesos cognitivos, entre ellos la memoria, la atención, la capacidad de cálculo, la producción de lenguaje. A veces se usa en singular, “neurociencia” pero generalmente aparecen en plural, porque abarca un amplio número de disciplinas. En educación, en particular, se usa la expresión “neurociencia educacional” para las producciones de las neurociencias que tendrían más directa relación con el tema educativo. Yo tengo un reparo con respecto a esta idea, porque creo que hay una distancia muy grande entre lo que las neurociencias pueden decir acerca de las bases neurales del aprendizaje y la práctica en el aula, que es de un nivel de análisis muy diferente.

– Hoy hay discursos que postulan que a través de la neurociencia se pueden mejorar los procesos de aprendizaje. ¿Qué argumentos se plantean?

–Periódicamente aparecen preocupaciones acerca de cómo fundamentar científicamente la práctica educativa. En los ‘60, por ejemplo, se esperaba que fuera la psicología la que diera base científica a la práctica de la enseñanza en las escuelas. Buscar una supuesta base científica para la práctica de enseñar es algo que aparece recurrentemente en el mundo educativo, y siempre como una simplificación de la práctica educativa, que es una práctica muy compleja, en la que intervienen muchos sujetos y que debe ser analizada en muchos niveles diferentes. Reducir una práctica así a un solo nivel (el psicológico: cómo funciona la mente de un sujeto; el neuropsicológico: qué conexiones podemos establecer entre el funcionamiento cognoscitivo y las redes neurales; el sociológico: qué sabemos sobre las condiciones en las que viven los sujetos y sus consecuencias sobre la escolaridad) es un problema, y eso es lo que estamos discutiendo.

–¿Y por qué las neurociencias se imponen hoy como “la alternativa”?

–Asistimos a una expansión del discurso de las neurociencias a través de la popularización, sobre todo, de algunas tecnologías. Por ejemplo, de programas que dicen estar diseñados para facilitar la conservación o recuperación de funciones cerebrales. Los hay para la tercera edad, para aprender idiomas; los hay que prometen que si se usan con niños pequeños les asegurarán un desarrollo sináptico sorprendente… Hay un mercado alrededor de supuestas aplicaciones de las neurociencias que explica, en parte, su popularidad. A eso se suma un contexto político que tiene el gran problema de que pretende reducir la problemática educativa a alguna variable simple que parezca fácil de controlar. Se afirma, entonces, que el problema de la educación se puede resolver si los docentes aprenden a generar ambientes enriquecidos en el aula: nada que en pedagogía no se sepa desde hace más de un siglo, pero parece que dicho desde las neurociencias tiene más valor. Así como hay un mercado para las aplicaciones, el sistema educativo configura un mercado potencial muy grande. Un sistema que tiene un millón cuatrocientos mil docentes es un mercado potencial muy grande: convencés al diez por ciento de docentes de que compren un libro y son muchos libros…

–Ese discurso tiene hoy su correlato en políticas públicas…

–Hoy la política pública asume discursos simplificadores sobre el problema educativo. Hay programas del Ministerio de Educación nacional que promueven aplicaciones educativas de las neurociencias. También se creó la Unidad de Coordinación para el Desarrollo del Capital Mental, en el Ministerio de Coordinación y Gestión Pública de la Provincia de Buenos Aires, que busca producir un impacto público a través de una unidad de gestión aparentemente novedosa, pero que se saltea un montón de cuidados y rigurosidades que se requieren cuando se pretende hacer extrapolaciones directas de investigación muy básica o aplicada a campos muy específicos y tan diferentes como el desarrollo social.

–Pero no se puede desconocer el aporte que pueden realizar las neurociencias.

–Nadie que estudie seriamente los fenómenos educativos puede negar que los procesos neurales guardan relación con el aprendizaje. Somos organismos con una base biológica: en el aprendizaje intervienen procesos que son los que las neurociencias estudian. Pero de ahí a la práctica educativa hay un salto enorme. Como dice Bruer: no es que las neurociencias no tengan potencial, sino que hoy no están en condiciones de hacer los aportes que se dice que pueden hacer. Para ello se requiere investigación interdisciplinaria, que cumpla una propiedad que en el ámbito de la educación llamamos validez ecológica. Cuando se estudia el proceso de aprendizaje en un contexto de laboratorio se estudia una acción individual, unas tareas discretas que te permiten seguir la actividad neural del sujeto que las realiza. Pero el aula es otra cosa: tiene decenas de personas, actividades más complejas, una mediación social de distinto tipo. Una investigación en un laboratorio no puede generar aportes directos para la práctica en el aula. Sobre esa extrapolación forzada es sobre lo que advertimos. Eso ya pasó otras veces. Ahora son las neurociencias, pero ya pasó con la psicología. En un video que vi hace unos días, Skinner, psicólogo conductista muy importante del siglo XX, hacía una propaganda de las máquinas de enseñar que había diseñado él mismo en base a los principios del condicionamiento operante que él había estudiado y contribuido a formalizar. La imagen mostraba a niños sentados uno al lado del otro, trabajando cada uno con su máquina de enseñar, haciendo codo a codo con otro niño lo que perfectamente podían hacer solos. Bueno: eso no es el aula. El aula no es un lugar donde juntamos a la gente para tenerla bajo vigilancia y que cada uno haga lo suyo, sino un ambiente social que aprovecha algo de esa condición social para la promoción del aprendizaje. Es decir, que hay muchas diferencias entre lo que se investiga cuando se investiga una función psicológica y lo que ocurre en el aula. ¿La neurociencia es promisoria? Sí, porque nos permite conocer mejor un nivel de análisis del aprendizaje que es el nivel estrictamente biológico y sus conexiones con la actividad cerebral. Ahora: de ahí a lo que vos y yo hacemos acá, por ejemplo, a una conversación humana en un contexto real, hay una distancia fenomenal.

–¿Por qué, entonces, esa insistencia sobre la rigurosidad científica de la neurociencia para entender procesos educativos?

–Ante una práctica indeterminada como la práctica educativa, que a todos nos preocupa y querríamos que funcionara mejor, cualquiera que prometa una base científica promete lo que mucha gente busca. En lugar de aceptar ese carácter indeterminado de la práctica y abordarla con enfoques más comprensivos, se trata de compartimentarla en variables: tres, cuatro, cinco factores que inciden. Y las neurociencias darían información sobre algunos de esos factores. Se entiende, entonces, que en el mundo educativo pueda tener mucho impacto, como ya pasó con la psicología, y antes con la psicometría y dentro de 30 años con no sabemos qué cosa. Hay una predisposición, frente a los problemas de la educación, a buscar alguna solución que parezca revestida del prestigio de la ciencia. En este caso, además, es una ciencia dura, en el sentido de que está hecha por médicos, fisiólogos, neurólogos, lógicos, psicólogos, matemáticos, tecnólogos: personas que al lado de la “vaporosidad” de la investigación educativa parecen dedicarse a cosas más precisas y controlables; entonces, parece que ahí se incuba la solución al problema que en la práctica educativa no se sabe cómo resolver.

–¿Hay una intención de engañar?

–No creo; creo que pegan unos saltos conceptuales que ellos mismos no advierten. He analizado algunos blogs sobre el tema en los que se pasa de un argumento a otro sin que nada esté apoyado en el anterior: premisa uno, una cosa; premisa dos, otra cosa, que no tiene nada que ver con la anterior, pero todo parece concatenado en una argumentación que cuando la analizás no es tal. Se ignora que se están dando saltos argumentativos que no se pueden dar, para los que no hay suficiente base, ni están establecidas adecuadamente las conexiones entre niveles. Castorina habla de la falacia mereológica; señala que, desde luego, en el aprendizaje interviene la actividad cerebral, pero que estudiar la actividad cerebral no es estudiar el aprendizaje. La falacia consiste en tomar la parte por el todo: yo estudio una parte de todo lo que está involucrado en el sistema y creo que estoy hablando del sistema. El sistema de aprendizaje no es apenas la actividad cerebral.

–Sebastián Lipina habla de un uso espurio de la neurociencia y de los “neuromitos”, que pueden, incluso, promover el darwinismo social.

–Lipina habla desde dentro del campo de las neurociencias: es lógico que hable de usos espurios. Yo no soy neurocientífica: soy educadora. Para mí los “neuromitos” no son engaños sino justamente mitos: construcciones sociales alrededor de unas ideas no muy bien comprendidas, que tienen una especie de misterio. Siempre hay algo misterioso en el mito: en la idea del período crítico del desarrollo o en la idea de la poda sináptica. Son cosas que suenan interesantes, prometedoras. Entraron en el sentido común de muchos docentes, en particular del nivel inicial, que es muy sensible al problema del desarrollo, y se han vuelto muy difíciles de remover. Las neurociencias por sí mismas no llevan al darwinismo social. Al contrario: creo que en su versión actual tienden a mostrar el valor de la experiencia, el ambiente, las interacciones con los otros en el aprendizaje. En ese sentido, nos permite pensar que cuanto más rico sea un ambiente mayor será el potencial de aprendizaje de los sujetos, contra una versión de una biología mucho más “fijista”, que pensaba que la inteligencia dependía de una dotación genética que predeterminaba los futuros niveles intelectuales de las personas. Se entendía que los supuestos déficits en el desarrollo que resultaban de la llamada “deprivación social” tenían efectos irreversibles en el desarrollo de la inteligencia. Esas interpretaciones deben ser discutidas; son ellas las que conducen a un darwinismo social.

–Pero insistir en que determinados productos o tecnologías permiten aprender mejor, ¿no profundiza la desigualdad social?

–El mercado es desigual. Cualquier cosa que entre en ese formato hace que accedan a ella quienes pueden y no lo hagan quienes no pueden. De todos modos, acá hay una promesa que no es claro que esos productos puedan cumplir. Es un problema que prometan que si hacés lo que el programa te señala como tu entrenamiento diario y si pagás la actualización del software vas a mantener tus funciones cognoscitivas a pesar del envejecimiento. Por supuesto que mantenerse activo, practicar alguna disciplina artística, leer, mirar la tele, ir al cine, conversar con otros, ayuda a que el envejecimiento no acarree una situación automática de privación cognitiva. Pero plantear que los efectos del envejecimiento sobre las funciones cognitivas pueden evitarse es engañar a la gente. Igual, cuando el mercado distribuye un producto inútil me preocupa un poco menos la desigualdad. Sí me preocupa el mercado potencial de las personas que a partir de cierta lógica quieren que sus hijos pequeños estén en la mejor posición competitiva posible respecto de su desarrollo, y no quieren ellos mismos, cuando sean ancianos, experimentar las consecuencias del deterioro propio del ciclo vital de los seres humanos. Prometerles esa posibilidad es un engaño, en principio dirigido a un sector con alto poder adquisitivo.

–Ése sería el costado mercantilista de la neurociencia…

–Sí, pero no es la neurociencia: cuidado. Lipina dice que como consecuencia de estos engaños toda la investigación neurocientífica queda sospechada. Hay investigadores que hacen cosas muy interesantes, muy serias, y cada tanto salen a aclarar: mirá, nosotros no somos los que producimos los softwares. Hay otros que claramente fundan una actividad comercial, otros una proyección política, y algunos las dos cosas, en base a la venta de productos que se dicen cimentados en la neurociencia. Hay cifras muy altas de la tirada de algunos de los libros de neurociencia. ¿Qué es lo que hace que una disciplina tan específica como la neurociencia se venda masivamente? Hay un interés legítimo, pero también publicidad engañosa, que apela a que el lector entienda rápido algo que en realidad es muy complicado.

–Y se recurre a personas con prestigio como Facundo Manes, que se ha vuelto una especie de vocero…

–Una suerte de gurú. Aquí tiene sentido la idea de neuromito, porque se aprovecha una persona revestida de prestigio para que su prestigio se traslade a cualquier argumento. Pero cuando él habla de lo que habría que hacer en la escuela, es como si yo, con el prestigio que tengo en el mundo educativo, saliera a decir lo que hay que hacer en un quirófano o en un terremoto. Cualquiera puede opinar desde su sentido común, lo que no puede es usar la autoridad construida en un campo para hablar con la misma autoridad de otro del que no sabe nada. Cuando leés un artículo escrito por neurocientíficos que se dedican a la educación no encontrás bibliografía educativa. ¿Por qué esta gente puede hablar de educación y no leyó nada de educación? Cualquier práctica que venga revestida del prestigio científico parece autorizada para hablar en este campo. Y no: como yo no puedo hablar con autoridad de física nuclear, un físico nuclear, salvo a título de opinión personal, no puede hablar con autoridad de educación.

–Hay que estructurar con cuidado, entonces, las relaciones entre la investigación neurocientífica, básica o aplicada, y las prácticas educativas.

–En la formación de maestros y de profesores siempre está la tensión entre ayudar a entender y dar herramientas para actuar; y muchas veces prevalece esto último y se pegan ahí unos saltos que no deberían darse. Me asombra que estudiantes en formación para ser maestros ya tengan respuestas acerca de cómo son los niños. Es complicado desmontar, por ejemplo, las representaciones sobre un niño de primer grado, sobre qué debería ser, qué pasa cuando no hace lo que vos esperás que haga y demás. Entonces: no niego el potencial que tiene que un conocimiento producido en un campo sea aplicado en otro. Me preocupan las extrapolaciones sin la debida investigación. Y pese a sus declaraciones sobre la necesidad de los estudios interdisciplinarios en educación, los neurocientíficos están un poco lejos de eso. Hacer investigación en educación es muy difícil. Quienes hablan sin la experiencia de campo ni se representan lo complejo que es investigar en el aula.

–… y tampoco parece tenerse en cuenta la investigación en educación desarrollada durante años.

–Así es. Implementar en diez escuelas el programa que diseñé y en otras diez no y medir las diferencias en términos de resultados no es investigar en educación. Hay investigaciones que se hicieron en los ‘90 sobre las pruebas de inteligencia que se usaban para categorizar a las personas y hablar de cociente intelectual alto, o por debajo de la media o qué sé yo… que mostraron que con tres horas de práctica asistida en la respuesta al tipo de preguntas que te hacen los tests una persona mejoraba su puntaje de inteligencia en hasta veinte puntos. ¿Por qué mejoró su inteligencia? No: porque aprendió a resolver las pruebas. Y, sin embargo, una herramienta tan engañosa como esas pruebas de inteligencia parecía el gran recurso para saber si los chicos podrían aprender o no en la escuela. Ya pasamos por esto. Ahora les toca a las neurociencias, en un contexto que hace que todo sea diferente, porque ahora el software que llega a tu celular y el mercado global hacen que algo producido en cualquier lugar del mundo de pronto se convierta localmente en un producto de masas.

–¿Hay un discurso meritocrático de las neurociencias en educación?

–Hay una llamada de atención sobre en qué suelo de ideas caen algunas de las afirmaciones que livianamente se realizan desde ése y otros campos. Muchos maestros y profesores, como mucha otra gente, creen que la función de la escuela es ofrecer una oportunidad, y si la gente no la toma es un problema de la gente; creen que habría que ayudar a los que se esfuerzan y a los que muestran las disposiciones que la escuela espera, y los que no… Está naturalizada una desigualdad que es socialmente producida y que, sin embargo, se piensa como una consecuencia natural del orden de las cosas. Eso piensa mucha gente, de las más variadas profesiones, entre ellas muchos maestros y profesores. Entonces, la preocupación es que cualquier uso de las neurociencias de los que Lipina llama espurios tiene un contexto de recepción que hay que aprender a mirar y que tiene que ver con algunas de estas ideas que comentamos y que sí me preocupan. No creo que las neurociencias, por sí mismas, enfaticen el determinismo biológico, ni las ideas meritocráticas, ni el darwinismo social. Sí creo que esas ideas dan vueltas en la cabeza de mucha gente y de pronto cierta explicación que encaja bien con ellas termina siendo asumida como si fuera una explicación científica. ¿Por qué no aprenden? Y…: porque en los primeros dos años de vida no tuvieron los estímulos. No es la neurociencia la que dice estas cosas: es un cierto discurso, con una cierta cabeza que lo está escuchando. Porque, además, en educación los derechos se han ido ampliando, no fueron siempre los que son y espero que los que son todavía sean pocos respecto de los que lleguen a ser más adelante. El acceso a la educación se ha ido ampliando. Pero, a medida que ampliás el acceso a la educación llegás a niveles o ámbitos del sistema educativo que no están preparados para que todos accedan. Entonces, en el nivel secundario y en el nivel superior hay gente que piensa que no todos los chicos tendrían que estar allí, y en ese sustrato de ideas encaja bien cualquier cosa que, explicándome con bases científicas que un sujeto pobre no puede aprender, convalide la desigualdad.

Producción Periodística:
Brenda Liener

Responsable Institucional:
Brenda Liener
Marcela Bello
Universidad Nacional de General Sarmiento

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