Nota

Instituto Universitario de Ciencias de la Salud Fundación H.A. Barceló - Facultad de Medicina

03 de Abril de 2017 | 11 ′ 40 ′′

Adicciones: Una aproximación filosófica

Silvio Juan Maresca, Profesor Titular de Fundamentos de filosofía y Epistemología de la psicología de la Carrera de Psicología realiza esta reflexión de fundamentos filosóficos con el objetivo de contribuir a generar políticas públicas efectivas.

A fin de elaborar políticas públicas que tengan alguna efectividad respecto de las adicciones —independientemente de un combate sin cuartel al narcotráfico, que en nuestro país no se verifica— es preciso partir de un diagnóstico certero acerca de la configuración de la subjetividad propia de la modernidad tardía, que debe discutirse y construirse interdisciplinariamente pero gira alrededor de la filosofía, es decir, alrededor de una aproximación histórico-conceptual a tal subjetividad. La filosofía —cuando amerita el nombre de tal— siempre cala más hondo y ve más lejos que cualquier otra disciplina. Prescindir de ella es condenarse a la miopía.

En suma: ni podemos empezar a plantear el significado y el papel que cumplen las adicciones —prodigiosamente extendidas— en las sociedades contemporáneas de cuño occidental, si partimos de definiciones del “hombre” tan imprecisas y caducas como “animal racional”, “compuesto de cuerpo y alma o cuerpo y mente”, “ser social” y trivialidades por el estilo. Sin previo pensamiento correcto, no hay acción que valga.

El hombre moderno se caracteriza por el desarraigo, más precisamente, por un desarraigo que ha logrado después de muchos siglos sostenerse en su vacuidad. Paradigmática en este sentido es la operación cartesiana. Pienso (luego) soy. ¿Qué pienso? Nada determinado, sólo que pienso, lo cual basta para ser, eso que resultaba tan incomprensible y llenaba de asombro, entre otros, a David Hume: “En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo ‘mí mismo’ tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, o sea de calor o frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo este tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo”.

Ese destino de desarraigo autosuficiente obedece a un largo proceso de desustancialización del sujeto, esto es, de desprendimiento del mismo de su inmersión en la eticidad de la costumbre (Sittlichkeit der Sitte), según la célebre expresión de Hegel. Nada cambia que apenas enunciado el cogito, Descartes le confiera naturaleza “sustancial”, pues su definición de “sustancia” carece por completo del espesor y la opacidad que presenta en alguna de las versiones aristotélicas: “Por sustancia no podemos entender ninguna otra cosa sino la que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra para existir”. Nada cambia, decíamos, sino que, por el contrario, con tal definición “sustancial” del cogito, Descartes otorga estatuto ontológico al vacío de la autorreflexión.

Sostenido básicamente en su mismidad yoica autorreferente, el hombre de la modernidad temprana experimenta cierta dificultad para identificarse con los contenidos mundanos. Sin embargo, se encontrará a sí mismo ante todo en el pensamiento científico —la físico-matemática — y, secundariamente, en la profesión (secularización de la vocación y la vida religiosas) y en los preceptos de la moral racional. También, en el arte y en la filosofía. Nacen la estética y el pensamiento ilustrado (s. XVIII). Por otra parte, la perduración de una numerosa población campesina y de un relativamente pobre desarrollo tecnológico hasta bien avanzada la modernidad, garantizaba la conservación de algún arraigo ético-sustancial.

Aquí, como en todo lo demás, debemos tener en cuenta que las épocas no se suceden las unas a las otras en forma sustitutiva sino acumulativa. Nunca se acaba por completo una cosa y empieza otra, así, simplemente. Sin suprimir enteramente a lo viejo, lo nuevo se erige como figura dominante mientras subsiste lo anterior, no sin sufrir el impacto y las consiguientes modificaciones que le impone la nueva configuración. Así, la astronomía copernicana no eliminó la astrología, la concepción newtoniana del espacio y del tiempo la aristotélica, aún vigente en nuestra cotidianidad, la imprenta el manuscrito; los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente.

Pero dirijámonos ya sin más trámite al hombre de la modernidad tardía, cuya conformación subjetiva es la que nos interesa en referencia al significado y papel actual de las adicciones. Él es esencialmente un vagabundo que deambula, en principio, sin conflicto por todos y cada uno de los “contenidos” que le salen aleatoreamente al paso, en un contexto en el que el cambio permanente se ha confundido con la actividad (enérgeia). Cambio de “look”, cambio de profesión y de trabajo, cambio de lugar de residencia, cambio de “pareja”, cambio de pertenencias, cambio de preferencias estéticas y políticas, cambio de regímenes alimenticios, cambio de amistades y otras relaciones personales, cambio de entretenimientos; en fin, cambio, cambio, cambio. Por eso suelo decir que nos movemos mucho y realizamos muy poco.

Tal vagabundeo equivale a la consumación del desarraigo. Desaparecen o pasan a un muy discreto segundo plano las viejas formas de anclaje, fundamentalmente precartesianas, premodernas, como ser el pecado, la culpa y hasta la responsabilidad, ya debilitadas —a pesar del protestantismo— en la modernidad temprana. Tampoco ofrecen anclaje duradero los contenidos que conformaban al sujeto de la modernidad temprana, mencionados más arriba (ciencia, profesión, moral racional, arte, filosofía).

Se impone la ilimitación, la pérdida de la forma. El individuo es un chicle. Ya en 1882, Federico Nietzsche avizoraba este fenómeno: “Y así como perecen a ojos vistas todas las formas bajo esta prisa de los que trabajan, así también perece el sentimiento por la forma misma, el oído y el ojo para la melodía de los movimientos. La prueba de esto se encuentra en la tosca sencillez que hoy se exige en todas partes, en todas las situaciones en que el hombre quiere estar honestamente alguna vez con el hombre, en el trato con amigos, mujeres, parientes, niños, maestros, alumnos, líderes y príncipes —ya no se tiene tiempo ni vigor para las ceremonias, para el compromiso con los circunloquios, para todo espíritu de la conversación y, en general, para todo otium”—.

En su obra de introducción al psicoanálisis, Silvia Ons nos dice que “Freud vincula la adicción con la manía, donde se pone en juego un goce desamarrado: las imágenes se suceden a un ritmo vertiginoso, surgen relaciones de ideas inesperadas y luminosas que la multitud de las siguientes hace que no se puedan detener”. Exacerbación, pues, de la tendencia al cambio incesante. También, acaso, simulacro paupérrimo de la creatividad. Mediante el consumo de drogas cualquier pelafustán se siente en ocasiones un genio, al menos mientras dura el efecto del narcótico.

Por lo demás, el solipsismo cartesiano no desaparece en la modernidad tardía, pero se disimula, se solapa, en gran medida gracias a las tecnologías de la (in)comunicación —facebook, twitter, etc, etc—. En este sentido, es interesante que Freud, desde el comienzo de su obra, según nos informa Ons, haya planteado una relación entre la adicción y la masturbación, o sea, el autoerotismo: “[Freud] define la masturbación como el gran hábito que designa como «adicción primordial», mientras que las otras (el alcoholismo, el morfinismo, el cocainismo, etc.) serán atributos y relevos de aquél. La matriz autoerótica de la drogadicción indica la permanencia de un goce en el propio cuerpo, que prescinde del Otro y que se diferencia del síntoma porque no llama a la interpretación. La búsqueda del narcótico para alcanzar el éxtasis seguramente supera al simple onanismo, pero ambos tienen en común privilegiar el autoerotismo sobre la relación con el otro sexo”. Es innecesario explicar la relación entre solipsismo y autoerotismon pues su parentesco íntimo salta a la vista. El “goce en el propio cuerpo” se vuelve más perentorio, aún cuando el solipsismo moderno es acompañado por las recién mentadas tecnologías de la (in)comunicación, que prescinden por completo del cuerpo, al elidirlo. Claro que en este goce siempre se trata del cuerpo como representación -vale aclararlo-.

Hablamos de goce. A lo dicho hay que añadir, entonces, lo que se ha denominado “el imperativo del goce”, que deviene del reemplazo de la eticidad de la costumbre por la moral racional —pensemos, por ejemplo, en Kant— y después de ésta por el hedonismo; hedonismo que, no obstante, adquiere el estatuto de imperativo categórico. Error garrafal de Lipovetsky pues al titular uno de sus libros, consagrado a la descripción del sujeto contemporáneo, “el crepúsculo del deber”. No existe ningún “crepúsculo del deber”. Por eso son tan ilusorias todas las presuntas “liberaciones” que el sujeto de la modernidad tardía cree haber conquistado. Si el orgasmo, la promiscuidad o los viajes de placer, pongamos por caso, son obligatorios, ¿en qué estriba la liberación? Otro aspecto que acentúa los aires de comedia (¿o de tragi-comedia?) de los tiempos que nos toca transitar, más afines a Aristófanes que a Sófocles.

Aquello que Kant llamaba “inclinación”, cuyo principio supremo era el amor propio y que oponía tenaz resistencia al imperativo categórico, consistente en la validez universal del principio que regía la acción del caso, con prescindencia de todo provecho personal; la “inclinación” kantiana, repito, opera ahora como mandato ciego e incondicional, sin reparar en las ventajas o desventajas que pueda proporcionar al individuo. Se debe gozar, no por inclinación sino justamente por deber. Paradójicamente, la inclinación adopta todas las características del deber kantiano. Demás está decir que el imperativo del goce debe articularse con la compulsión al cambio, puesto que operan de consuno.

De todas maneras, como advirtió sagazmente Schopenhauer, el tedio que sobreviene a consecuencia de la satisfacción (?) ininterrumpida, impulsa a la búsqueda de intensidad, que supuestamente proporcionan las drogas. Cabría volver a citar aquí la observación de Freud acerca de la relación entre adicción y manía, leída desde otro ángulo.

Sin embargo, a contrapelo de lo dicho hasta aquí, podríamos agregar que de manera contradictoria el errante sujeto característico de la modernidad tardía busca, a través de la droga, de manera fallida, una identidad, un anclaje, de forma análoga a lo que ocurre con los tatuajes, la pasión futbolera, los fundamentalismos políticos y/o ideológicos, las “religiones” o “cultos” alternativos y un largo número de etcéteras. Intento de personalización que acelera la despersonalización. En este sentido, resulta significativo que en tiempos líquidos —al decir del sociólogo Z. Bauman— se apele a sustancias sólidas.

Lo cierto es que en nuestros tiempos sin rumbo y sin gloria, los hombres giran como trompos en el vacío, extraviados en medio de la estremecedora inmensidad cósmica. Nada fácil, pues, contemplar de frente tal desolación, sin recurrir a subterfugios.